viernes, 31 de agosto de 2007

Teatro Espontáneo

Crónica Pablo Jerez
Teatro Espontáneo en Batuco
Invierno. En el restaurante Los Huilles parroquianos en éxtasis pasan el frío sorbiendo un elíxir báquico de tercera clase. En la calle el esmog local, generado por las cinco mil fogatas de la población, se mezcla con la densa y fría niebla que exhala el humedal. El tren de la basura calienta los espíritus con su pitazo de monstruo metálico, tiemblan los vasos sobre la barra del bar, la masa de humo es cortada por una espiral de aire hediondo a desechos santiaguinos y las voces de los actores caen entre los rieles, en un atropellamiento dramático que otorga más emoción a la escena.

En una sala de la escuela número trescientos setenta, llamada también República de Polonia, un grupo de diez jóvenes superan el frío con ejercicios de yoga. Es el inicio de la sesión sabatina de teatro espontáneo. No hay libreto, no hay maquillaje, no hay iluminación, apenas hay ventanas en la empobrecida escuela, y allí están, una docena de seres humanos imitando los ademanes de su entorno tragicómico en forma comitrágica. A veces el auxiliar de turno tiene la amabilidad de cederles su estufa eléctrica, pero cuando no sucede aquello y deben quedarse quietos anotando algo o escuchando al director del taller, el frío clava sus uñas de nuevo. Empieza por la nariz y las orejas, a los quince minutos logra penetrar la piel y, después de atravesar las delgadas capas de grasa, hace temblar los músculos. A la media hora, el frío se halla de nuevo instalado en los huesos de actrices y actores. Entonces los muchachos se acuerdan que no están en la tibieza de sus hogares porque les gusta estar aquí, a pesar del frío. Recuerdan además que hoy es sábado y que es probable que más rato haya un carrete, miran a sus compañeros y se sienten pertenecientes a esto, se contentan, y vuelven a poner atención a los contenidos que se investigan.

Nicole y Melody hacen una improvisación. Una madre y una hija discuten, todos escuchan atentos el desarrollo de la escena. Después de doce minutos, madre e hija se quedan mirando emocionadas, a pesar de todo se aman, el director les sugiere abrazarse. Lo hacen y se quedan así unos segundos. Todos aplauden. Quizás el auxiliar de la escuela escucha los aplausos desde su puesto de guardia y quizás recuerde un festival de la canción en que participó cuando era estudiante del liceo. Casi todos cuando somos jóvenes tenemos nuestro minuto de gloria en alguna arte escénica, en alguna publicación escrita o, como la mayoría, somos vitoreados practicando algún deporte. Aquí no, o sí, pero de un nuevo modo. Aquí aprenden a perder protagonismo, a cederlo, a colaborar con el desarrollo de la espontánea dramaturgia, dejando que la idea del otro complemente siempre la propia, y lo que se aplaude cuando aplauden a Nicole y a Melody es un algo que construyeron entre todos.

Un día descubrieron que pueden hacer música. El director les pidió que buscaran objetos que hicieran ruido. Les entregó un título, y les pidió que dejaran aflorar las imágenes sonoras adelgazando la membrana entre lo imaginado y lo hecho. El resultado fueron tres temas de algo así como música concreta: “choque de trenes”; “parto normal” y “encuentro pasional”. Han sumado otra técnica a su acervo de formatos expresivos, nuevos juguetes para el milenario juego del teatro ditirámbico. Ya saben hacer esculturas, máquinas, escenas con el balancín de los estatus, saben dar vida a objetos inanimados, saben hacer música con cajitas de fósforos, con tapas de tarro, con sillas, con trozos de madera, con sus voces, con el cuerpo.

El Talo y La Tabita son padre e hija. En una escena invierten sus papeles, sus roles de la vida real son trocados por arte de psicodrama. La Tabita resulta ser una gran madre para El Talo, y éste, muestra sin pudor una inmadurez que hace rabiar a su pequeña madre escénica. Patricio es un pájaro parado sobre la carroña de un Gonzalo moribundo, devorándolo sin piedad. Gonzalo se defendió a gritos hasta que la sangre derramada lo dejó sin aliento. Sergio y Cristián son dos loquitos que se piden monedas mutuamente en una discusión apasionada, los actores se toman en serio a los marginales dándoles trascendencia escénica. Paula provoca terror en los varones con la mirada de una hembra silenciosa, los sigue por la sala y se hacen innecesarios los oscuros corredores de un subterráneo iluminado con antorchas, pues esa escenografía es dibujada en la imaginación gracias a su actuación espontánea. Carolina, transformada en un animal temible, persigue a quien en la vida real es su pareja, quizás dándose espacio para una venganza inconciente. Víctor se manda un solo de voz cantada, en una improvisación musical que cierra una escena, digna de Luca Prodán. María es la más adelantada en expresar las sensaciones vividas durante las improvisaciones, ya sabe hablarle al grupo sin defenderse, sin desconfiar de los compañeros.

Son las nueve de la noche, han sido tres horas de juego dramático energizante, una bacanal de la imaginación, un banquete para la inteligencia. Vuelven a sus casas contentos, creen que otro mundo es posible, un mundo que se recrea cada día, un juego posible de ganar porque no es una competencia. Y la calle está llena de personajes, de situaciones, de motivos musicales, la calle es un río donde los actores de teatro espontáneo pescan a manos llenas.



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